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Letras desde Cazarabet

Microrelato

Una tarde en un cementerio. La memoria de algunos represaliados.

El cementerio estaba bastante cercano al pueblo, uno de tantos de un valle de Aragón. Era verano, aunque estábamos a finales de Agosto. Al bajar del coche noté que se había girado un aire desigual, áspero y casi fugaz. La puerta de hierro del cementerio estaba cerrada con un cerrojo que se quejó al levantarse y arrastrarse....La puerta se abrió como si se resistiese, nosotros entramos y entonces bruscamente ella no quiso cerrarse. Los cipreses parecían no querer dar la bienvenida aquel día. Un cementerio es un nudo de historias acabadas, quietas, silenciosas....pero no siempre sosegadas, algunas gritan un instante, dentro del momento, de atención. Normalmente a los represaliados no se les enterraba dejando tan señalada constancia, pero en aquel cementerio reposaban los restos de dos de ellos con una cruz con sus nombres....uno de ellos mostraba un desgastado retrato....vivir en los años cuarenta con claras ideas de la izquierda derrotada era un estigma que terminaba reventando con alguna detención, un interrogatorio brusco y desaliñado y una muerte, eso sí al alba, bajo una lluvia horizontal de plomo y ante un muro ya agujereado.....no hará falta asegurarles que , aún en aquellos días de miedo, había peores maneras de morir. La frontera entre lugares y términos era un sitio especialmente sensible a todo ello y estas historias son mucho más comunes de lo que creemos.

Pero como nos habían contado a aquellos dos tranquilos hombres de pueblo con ideales sostenidos desde la raíz, ya derrotados y saldadas sus ideas entre el escarmiento y la pena....no se les salvó de algún rencor que les esperaba.....lo más triste sin encontrar nada a cambio, posiblemente de algún señor cuyos huesos, brillantes a la noche, se estiraban no muy lejos....con la relativa dignidad que nos da el aire.

El relato del kilómetro 12.

Cuando acabó de asearse, tras la ducha reparadora, salió al salón y se sentó mirando como la chimenea lanzaba destellos y sonidos que le adormecían como si fuesen somníferos. Entonces vio el transistor  y su fuente de energía, una vieja batería de tractor con alguna que otra mancha de grasa. Elevó la vista y vio unos pocos libros. Los contó, justamente eran doce. Se levantó y de puntillas estiró uno de ellos, tuvo suerte era un poeta que había leído y con el que se había emocionado. Miguel Labordeta le decía mucho, podría enumerar más de doce causas de apego, más de doce motivos para leerle, más de doce ecos para sentirse libre entre sus palabras. Aquel montañero refugiado veía en Miguel a un ser tan expresivo como silencioso; tan solemne como sencillo. Leyó durante horas y volvió a leer como la cinta sinfín que nunca para si no accionas el “stop”. Entonces la luz empezó a filtrarse por la ventana y vio como la nieve seguía deslizándose entre el horizonte, aún más copiosa y espesa. Sonrió y con una taza de café desayunó doce duras galletas del armario orientado al norte. Volvió al sofá  frente a la chimenea y se sumergió en la lectura del mayor de los Labordeta. Se durmió cuando leía el poema número doce.