El relato del kilómetro 12.
Cuando acabó de asearse, tras la ducha reparadora, salió al salón y se sentó mirando como la chimenea lanzaba destellos y sonidos que le adormecían como si fuesen somníferos. Entonces vio el transistor y su fuente de energía, una vieja batería de tractor con alguna que otra mancha de grasa. Elevó la vista y vio unos pocos libros. Los contó, justamente eran doce. Se levantó y de puntillas estiró uno de ellos, tuvo suerte era un poeta que había leído y con el que se había emocionado. Miguel Labordeta le decía mucho, podría enumerar más de doce causas de apego, más de doce motivos para leerle, más de doce ecos para sentirse libre entre sus palabras. Aquel montañero refugiado veía en Miguel a un ser tan expresivo como silencioso; tan solemne como sencillo. Leyó durante horas y volvió a leer como la cinta sinfín que nunca para si no accionas el “stop”. Entonces la luz empezó a filtrarse por la ventana y vio como la nieve seguía deslizándose entre el horizonte, aún más copiosa y espesa. Sonrió y con una taza de café desayunó doce duras galletas del armario orientado al norte. Volvió al sofá frente a la chimenea y se sumergió en la lectura del mayor de los Labordeta. Se durmió cuando leía el poema número doce.
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